29.5.07

El Cine Experimental,
por Narcisa Hirsch

El Cine Experimental es poesía, es una danza, una música.
Las imágenes tejen una trama,
como las palabras tejen un poema.
No hay narrativa, es el "final de la historia".
Sin ese hilo conductor no hay caminos, se hace camino al andar,
los senderos comienzan en cualquier lugar y terminan en ninguna parte.
Son los "Holzwege" *, caminos del bosque donde el leñador busca sus
árboles.

La película comienza con un pensamiento, con una imagen que emerge que
sale
de su contexto,
que se independiza, que manda señales.
Una imagen atrapada en un instante de apertura
y de enajenación del mundo.
Todo nace por un azar,
nace por lo no pre-visible o lo no pre-parado.
Algo se impone, algo se encuentra.
Hay que tratar de estar en el lugar, atenta,
como dijo Picasso:
Ojalá la inspiración me agarre pintando.

Narcisa Hirsch


* Referencia al libro de Heidegger




(En las fotos, Rumi de Narcisa Hirsch.)

5.5.07

El cine está muerto
Larga vida al cine,
por Mark Street



En 1994 el departamento de policía de San Francisco evacuó una cuadra entera en el Misión District y estalló una batería casera que había hecho para mi cámara Bolex de 16mm.
Había dejado la batería en el compartimiento de equipaje de la casa de mi novia, junto a valijas rotas, equipos de camping y otros artefactos bohemios. Todos nuestros departamentos eran pequeños, y mi novia y su hermana tenían espacio para guardar equipaje de sobra. La batería consistía de cuatro baterías de linterna en su estuche original de cartón, sujetadas con cinta gris, con un sólo cable verde que salía de la caja para ser adherido a un motor y después a la cámara. La hermana de mi novia vio el cable y la caja asomando del compartimiento de equipaje mientras que estacionaba su auto y llamó a la policía.
Luego de enterarme de lo ocurrido, llamé a un tal sargento Donahue para explicar la situación. “Era una batería para una cámara de cine. Sólo quería que sepa que no era una bomba”.
Esto eran noticias viejas para el sargento Donahue. “En lo que a mí respecta este caso está cerrado”, dijo y cortó. Bomba o no bomba, batería o no batería, ese objeto en particular era historia.



No extraño esa batería. Era incómoda y sólo la usé un par de veces, para filmar nubes en cámara lenta a través de los edificios de Bernal Heights para mi película en forma de diario, Lilting Towards Chaos. Pero odié escuchar al policía colgar el tubo con tanta terminación. Se sintió como un final para mí. El objeto en sí tenía poca significancia, pero el sentimiento de pensar cómo elaborar algo que funcione en una cámara; esos días parecían irrecuperables de repente.
Es una mejor historia que un objeto útil y, como ciertas personas, hizo mayor ruido muerto que en vida. Tal vez así suceda también con el cine, mejor como un instante de algo ideal, una memoria de un juego de sombras imperfecto y fugaz a lo largo de una pantalla blanca en la oscuridad que la experiencia real. Ir al cine fue siempre casi como un sueño: un compromiso sensual más que un objeto, un evento efímero difícil de contener y definir.
Siento como si estuviese esperando la muerte del cine toda mi vida adulta. En el Bard Collage durante mediados de los ‘80, los estudiantes de cine ejemplares tenían anécdotas y evidencia sobre el fin del celuloide. “Será todo video el año que viene”, declaraba Jed de Long Island, quien recuerdo estrelló su Porsche rojo contra un árbol una noche borracho. Me encogí de hombros frente a las calamitosas predicciones de Jed y me puse a rayar película negra.
A principios de los ‘90 llevaba mis películas en 16mm por todo el país, sólo para que algunos curadores viesen las latas y dijesen: “¿No podríamos simplemente mostrar tus trabajos en VHS?”. Me encogí de hombros.
A finales de los ‘90 recibí más llamadas de las necesarias de gente que se deshacía de mesas de edición y copias en fílmico; podría yo recibirlas, por favor? Cuando el Baltimore’s City Salvage (un depósito para todo el excedente de objetos comprados por contribuyentes) cerró sus puertas, viajé hasta allá y cargué mi auto con copias no reclamadas en 16mm: Life of a Grasshopper y A Chance to Live: Nuclear Disaster, entre otras.




“No sé cuántas películas más en 16mm tenga en mí”, escuché a cineasta tras cineasta decirme. Esto de la gente que se había pasado al video. No puedo sostener ningún tipo de elección de formato contra ningún artista, de modo que me encogí de hombros un poco más.
Me encogí cuando los departamentos de cine en donde daba clases (en Florida, Baltimore, Nueva York) dejaron de pagar para alquilar copias en 16mm. Nunca fui un purista. El purismo, como el perfeccionismo, me parece una especie de orgullo extremo, como si alguien estuviese tomando su arte demasiado en serio y los dioses estuviesen esperando al otro lado de la esquina con un gran palo. Y así y todo estoy incómodo con la transición, el costado inevitable de todo, la sensación de pérdida.
El otro día, unos estudiantes del programa de Preservación y Archivo Fílmico de la Universidad de Nueva York vinieron a mi casa a ayudarme a guardar parte de mis materiales fílmicos correctamente. Etiquetaron todo con cinta azul brillante, inspeccionaron mis copias y descartes y arreglaron todo prolijamente. Estuve tratando de que estas personas se relajaran mientras trabajaban, sintiendo que habían venido hasta Brooklyn a hacerme un favor, aunque recibiesen créditos académicos a cambio. Pero tenían una suerte de determinación desalentadora, como forenses o embalsamadores, a medida que ajustaban un humedecedor, preguntaban acerca de la naturaleza de los empalmes en mi copia de trabajo y apilaban mis carretes en línea.



Acostumbraba a incitar a mis alumnos a comprar cámaras y proyectores viejos, a revolver la basura en las librerías que se deshacían de sus colecciones, a procesar sus propias películas, a abordar el formato en una suerte de estética punk, de hazlo tu mismo. Pero el cine ya no es el desecho de la cultura, y usarlo ya no es una reacción considerada frente a la obsolescencia planeada. El cine es el abuelo viejo en la esquina que está demente y senil y se repite una y otra vez. No es underground, interesante, independiente o puro. Es caro y todo pero muerto. Ah, pero hemos perdido algunas cosas. Recuerdo haber visto mi película de 8 minutos Echo Anthem (compendio de material del terremoto de San Francisco de 1989 en 16mm) 40 veces en un fin de semana cuando recién llegó del laboratorio. Las imágenes parpadeaban en mi pared y el humo de mi cigarrillo se mezclaba con la luz proyectada. No es lo mismo cuando recibís un video del laboratorio. Recuerdo haber visto Mothlight de Stan Brakhage por primera vez, sintiendo como si mi mundo hubiese sido sacudido. No es lo mismo en DVD. El otro día proyecté una copia de Table de Ernie Gehr. Los colores eran tan vibrantes y la pantalla tan profunda que sentí que me iba a sumergir en ella. Con trabajos como este no es una cuestión de grado: simplemente no podés “entenderlo” en video o disco. Dentro de todos los fines prácticos, esas películas no existen más.
Los festivales ya no muestran mucho 16mm. En un esfuerzo hice copias en 35mm, pero el costo me hizo pensar si no estaba siendo vanidoso o demasiado orgulloso en un nuevo aspecto. Envié videos y discos, y los festivales están sobrecogidos con una superabundancia de trabajos digitales que tratan de manejarlo lo mejor que pueden. Es maravilloso que más gente pueda realizar más trabajos salvo cuando no lo es: cuando la cantidad no asemeja a la calidad y uno anhela los días en los que una idea debía ser desarrollada, trabajada, considerada y, sí, pagada para ser articulada. Tal vez estoy más clasista que nunca, y extraño los días en los que las imágenes en movimiento no eran tan populistas.



La otra noche manejé hasta Williamsburg, Brooklyn, para chequear un nuevo espacio audiovisual del que me habían comentado. Gente con onda reunida en las esquinas, planeando sus recorridos por pubs a partir de las 11 p.m. Negocios de comics y discos (quiero decir CD) pueblan el paisaje. Monkeytown es una sala de 15 metros cuadrados con una pantalla de 6 metros de alto en cada pared. Los equipos de proyección de video están ubicados en el medio de la sala y te sentás mirando hacía una de las cuatro paredes, con todas las pantallas a la vista salvo la que está detrás tuyo. Proyectan largometrajes en video (2 a la vez), documentales y trabajos de artistas. La noche que fui, vi trabajos digitales abstractos brillando en la pantalla mientras camareras vestidas de uniforme traían albóndigas picantes y bacalao al aceite de sésamo. Luego de unos vodkas y vasos de vino blanco me puse cómodo para ver el show, contento de desplomarme y ver imágenes desenvolviéndose, sólo y acompañado al mismo tiempo, no completamente a oscuras, pero casi.
Siempre resistí lo elegíaco en relación al cine, este siglo 20 tan de los medios. Las cosas cambian ¿y a quién le importa el estado actual del cine? Las ideas que animaron al cine como cine siguen sanas y salvas e inspirando una generación de realizadores audiovisuales que están ensimismados sobre sus equipos de edición de video en sus casas. Pero me hubiese gustado escuchar el clic-clack de un proyector de 16mm esa noche en Monkeytown, o haber visto una empalmadura saltar de la ventanilla. Extraño la oscuridad total, y rayar la emulsión de películas encontradas. Y ya no me encojo de hombros frente a la desaparición del cine.




Artículo aparecido originalmente en la revista ReleasePrint (Marzo/Abril 2007). Para más información sobre Mark Street, visitar www.markstreetfilms.com

(En las fotos, Guiding Fictions, Winter Wheat, Echo Anthem, Sliding off the Edge of the World, Alone, Apart: the dream reveals the waking day y Sweep de Mark Street.)