12.1.08

Cine Experimental,
por Manny Farber


[Nacido en Arizona en 1917, Manny Farber, hijo de una pareja judía de clase media, dedicó casi la totalidad de las décadas del 40 y 50 a columnas sobre arte y cine en publicaciones la mayoría hoy ya olvidadas como The New Republic, The Nation, The New Leader y la conocida Time (donde reemplazó a James Agee tras su partida hacia Hollywood). Pero fue durante los 60 y 70, con la intrusión del cine en los estudios académicos, que sus escritos (publicados ahora en Cavalier, Art Forum, Perspectives, Film Culture, etc.) se hicieron más radicales y acertados. Filosos y certeros como piezas de una maquinaria quirúrgica encargada de remover toda aquella generalización y vaguedad surgida del discurso hegemónico del «cine de Arte», de la «obra maestra»... del Elefante Blanco, según su propio término.
Editado originalmente en 1971 bajo el nombre
Negative Space: Manny Farber on the Movies, reeditado tres años más tarde como Movies y finalmente expandido con su título original en 1998, la edición española, titulada Arte Termita contra Arte Elefante Blanco, y otros escritos sobre cine
(publicada en 1974 por Anagrama), es una selección de diez escritos de esa primera edición norteamericana que datan entre 1952 y 1969.
Con una tendencia extraordinaria por hacer del más mínimo signo o gesto una estructura de referencias y significados prácticamente indestructible, su estilo(gráfica) pasea de margen a margen tan despreocupado como atento: evitando callejones sin salida y lugares comunes. Y es gracias a esta capacidad de observación que su prosa explosiva, desobediente del orden espacio-temporal, se las arregla para llegar a su destino sin necesidad de principio y fin ni de hipótesis y conclusiones. El siguiente artículo (escrito en 1968) es un ejemplo perfecto de esto. La prueba decisiva de un talento imposible.
–p.marin]

Los cines que exhiben películas underground –que acostumbran a acoger a cinco o seis dóciles clientes en un local que parece un refugio antiaéreo desprovisto de ventilación o el lavabo de señoras en el sótano de la vieja Paramount— proporcionan una experiencia extrañamente satisfactoria. Por dos dólares, el espectador puede saborear cinco rayadas películas de dos rollos y, tras tan breve temporada en compañía de la incompetencia, el caos, y los gustos de la nueva-cultura, abandona este lugar insondable sintiéndose misteriosamente animado.
En la atmósfera minoritaria y apagada del New Playhouse, o del Gate Theater, de Tambellini, se produce algo más que un intento de desembarazarse de toda la historia del cine. Una sola mirada al piojoso campo de operaciones y al plácido espectador hace pensar en un nuevo concepto de la honradez y de la belleza basado en condiciones menesterosas. El paraíso de Tambellini, el Gate, en la segunda Avenida, comienza como una entrada de una vieja casa de apartamentos, continúa a través de un vestíbulo de mármol 1920, para sumergir por fin al cliente en una sala tenebrosa. Que Dios le ayude. La gran sensación que aquí se ofrece es el viejo e informal embaldosado, que, al igual que el techo de esta arrasada catedral en miniatura, resulta indescriptible. A veces, el alfombrado, lleno de agujeros disimulados con parches, tiene un tacto tan esponjoso y arenoso como la playa de Waikiki. De hecho, consiste en una vieja habitación de oscuros orígenes, pintada enteramente de negro y que no tiene dos dimensiones iguales. Existe una zona derruida en la mitad frontal, que alberga la pantalla, y un cierto número de construcciones de madera que debió comenzar un carpintero no sindicado y que luego fueron abandonadas por deficientes.
Un pariente respetable del Gate Theater, el New Cinema, está situado en el justo centro de los sótanos del edificio Wurlitzer. Esta agradable sala posee celosías de madera, paredes planas de color gris y una taquilla como es debido que da a la fachada del Carnegie Hall. El cine, sólo un poco más grande que el Gate, se halla detrás de la taquilla, y tiene esas paredes traviesas que compendian el venerable carácter Stonehenge del underground. A lo largo de las butacas hay pequeños arcos festoneados de lado a lado de la pared, cada uno con su pequeño saliente en el que los espectadores pueden apoyarse, cuando no duermen en el pasillo o se sientan con lasitud garantizada en las butacas.
Las figuras del underground de talento más despierto –Warhol y sus viriles primeros planos, George Kuchar y su llano humor familiar con travieso empleo de una tarta tentadora, Bruce Baillie y su
Castro Street— están comprometidos en algo que parece un sentimentalismo pero que es mucho más que eso. Este aparente sentimentalismo consiste en la idea de que una película mermada, depauperada, es necesariamente más pura, más honrada que una película de alto presupuesto hecha en estudio. De hecho, el cine de Warhol-Kuchar es tan depauperado, que comunica al espectador una noción de desencanto, de sordidez, de desgaste inútil que ninguna otra película es capaz de sugerir siquiera. Las películas recientes de Bergman-Godard-Penn, un encumbrado paraíso particular con exquisito ritmo de vals, se basan en ideales de interpretación, fotografía y construcción dramática que se han hecho absurdamente alejados de la experiencia del espectador.

Ahora mismo, el Grand Chef es como una pasta dulce con salchichas y su última película, Four Stars (1966), es casi un Ulises de non sequitur servido con la más irritante largueza. La obra más reciente de Warhol es una especie de estragada tarta de san Valentín con veintiocho sabores, en la cual hace zalemas, adula, traiciona y acaricia a sus tres exhibicionistas preferidas: una Theda Bara de 1967, cuyo rasgo principal es una capa profunda de rimmel; una nymphette, delgada como un chico, de pelo muy corto; y, por fin, el Falstaff femenino de su compañía: un ser grotesco que hace pensar en el submundo de las drogas y en la carne disoluta, humillada.
Con sus ricas imágenes enjoyadas y su elegancia, esta película siniestra se dedica a presentar personajes que estén lo más lejos posible de su función vital. Desde el plano inicial de Nico cantando (un sonido primitivo cuyas notas se ven sorbidas y desmochadas), el público se desinteresa. Los actores se dedican continuamente a no actuar: se sientan en bañeras sin la menor intención de bañarse, aparecen juntos en la cama aburriéndose mortalmente, se aplican interminables cosméticos sin propósito aparente, un rostro sin el menor vestigio de hambre come una manzana, un cuerpo delgado enrolla sus pantalones arriba y abajo.
Al dedicar veinte minutos de improvisación perezosa a cada una de sus “estrellas” (Ultra Violet, Viva, Internacional Velvet), la película ofrece imágenes violentamente físicas. Es como si todo el mundo perverso de Genet cayese por un embudo sobre el plano, cubriendo cada centímetro de fotograma, por medio de la más tosca técnica de primeros planos y de esos colores Drool –sorbete, bombón, mazapán, alcorza— que están ahora de moda en Castelli, Capezio o Schrafft.
Esta imagen es fundamentalmente las fotografías del
Harper’s Bazaar dotadas de movimiento, buena parte del cual nace de escenas y sonidos superpuestos. Por ejemplo, en un breve fragmento muy dialogado, un Lenny Bruce femenino entra en una boutique e improvisa un monólogo mientras se sienta. Con botas plateadas hasta la rodilla, una peluca rubia (un gran trabajo bouffant, en el que cada bucle es como un plátano), mientras acaricia y hace girar juguetes hechos de espejos diminutos dispuestos en mosaico, vemos a este compuesto humano de pez y estilográfica por triplicado. Su estrepitoso chiste sobre la erección de un niño de doce años se repite continuamente, como la carrera de caballos en The Killing, y cada una de sus frases vuelve tres o cuatro veces. A pesar del monólogo saltarín, y de lo tópico, excesivo y cubierto-de-lamé de sus elementos, la escena resulta insólitamente agradable.

Un auténtico problema de hoy es la cualidad fecunda de las imágenes de Warhol. Hay fragmentos que decaen: una pandilla de seres linfáticos envolviéndose en largas piezas de telas extravagantes. Pero incluso esta escena experimenta una increíble erupción de vitalidad cuando una hirsuta tarta de miel describe su violación por un adorable puertorriqueño del “género Guantes de Oro” y por sus tres tíos que se llaman Sammy. Este impávido introvertido que narra esta experiencia sexual por partida cuádruple (“Fue asqueroso… estaba allí tendido y me dejé llevar”) se cubre con una mantilla de raso rojo, y el escenario parece una pijama-party, con todo el mundo tirado por el suelo. Un histrión desaforado rebosa vida, gracias al parti-pris de indolencia adoptado por Warhol, quien aprecia, se divierte y mantiene una mirada de liberalidad que parece fundir planos y sonidos en una única y múltiple vivacidad.
Libertina, inexplicable, Hold Me While I’m Naked (Kuchar) es una película lograda-fallida porque, al igual que el Gate Theater, parece una burla de los meticulosos cursos cinematográficos que ahora se dictan en todas las universidades. Para los directores como Kuchar, Edison acaba de inventar la cámara tomavistas y la industria cinematográfica se dispone a entrar en la infancia. Los diversos temas que se repiten como un eructo en el cine underground –la gran fiesta u orgía, lirismo en el cuarto de baño, el cuerpo bello o feo, detalles genéricos sobre la casa del cineasta, exótico desorden— están todos presentes en las películas de dos rollos rodadas por Kuchar.
En una comedia sin pretensiones sobre dos matrimonios arruinados, la piedra angular del humor puede verse exagerada, deformada, puesta en malas condiciones como prescribe la moda, repugnante. El más apetitoso de sus actores –un
bratwurst grotesco que interpreta Bob Cowan— ofrece elementos tan divertidos como un cabello lacio peinado con raya en medio, unas piernas flacas, un almohadón oculto bajo la camisa. Su comicidad, una versión necia e indolente de las payasadas que hacen los niños cuando juegan al teatro, está basada en una forma de andar con las rodillas dobladas que sugiere que su cuerpo es un pesado saco de harina.Lo triste del talento avinagrado de George Kuchar no es tanto la confusión, los chapoteos en torno a las películas viejas, el humor judío de Mamá Rebecca, la imitación casera de Rabelais, sino el curioso supuesto de que el público –particularmente su fracción In— se deja arrebatar por la sola fragancia de su exuberante e hiperbólica personalidad de hijo del Bronx.
[En las imágenes, Castro Street de Bruce Baillie, Four Stars de Andy Warhol, Hold Me While I'm Naked de George Kuchar y retrato de Manny Farber.]